Por Atilio Boron
No se exagera un ápice si se
dice que Evo es el parteaguas de la historia boliviana: hay una Bolivia antes
de su gobierno y otra, distinta y mejor, a partir de su llegada al Palacio
Quemado.
La aplastante victoria de
Evo Morales tiene una explicación muy sencilla: ganó porque su gobierno ha
sido, sin duda alguna, el mejor de la convulsionada historia de Bolivia.
“Mejor” quiere decir, por supuesto, que hizo realidad la gran promesa, tantas
veces incumplida, de toda democracia: garantizar el bienestar material y
espiritual de las grandes mayorías nacionales, de esa heterogénea masa plebeya
oprimida, explotada y humillada por siglos. No se exagera un ápice si se dice
que Evo es el parteaguas de la historia boliviana: hay una Bolivia antes de su
gobierno y otra, distinta y mejor, a partir de su llegada al Palacio Quemado.
Esta nueva Bolivia, cristalizada en el Estado Plurinacional, enterró
definitivamente a la otra: colonial, racista, elitista que nada ni nadie podrá
resucitar. Un error frecuente es atribuir esta verdadera proeza histórica a la
buena fortuna económica que se habría derramado sobre Bolivia a partir de los
“vientos de cola” de la economía mundial, ignorando que poco después del
ascenso de Evo al gobierno aquella entraría en un ciclo recesivo del cual
todavía hoy no ha salido. Sin duda que
su gobierno ha hecho un acertado manejo de la política económica, pero lo que a
nuestro juicio es esencial para explicar su extraordinario liderazgo ha sido el
hecho de que con Evo se desencadena una verdadera revolución política y social
cuyo signo más sobresaliente es la instauración, por primera vez en la historia
boliviana, de un gobierno de los movimientos sociales. El MAS no es un partido en sentido estricto
sino una gran coalición de de organizaciones populares de diverso tipo que a lo
largo de estos años se fue ampliando hasta incorporar a su hegemonía a sectores
“clasemedieros” que en el pasado se habían opuesto fervorosamente al líder
cocalero. Por eso no sorprende que en el proceso revolucionario boliviano
(recordar que la revolución siempre es un proceso, jamás un acto) se hayan
puesto de manifiesto numerosas contradicciones que Álvaro García Linera, el
compañero de fórmula de Evo, las interpretara como las tensiones creativas
propias de toda revolución. Ninguna está exenta de contradicciones, como todo
lo que vive; pero lo que distingue la gestión de Evo fue el hecho de que las
fue resolviendo correctamente, fortaleciendo al bloque popular y reafirmando su
predominio en el ámbito del estado. Un
presidente que cuando se equivocó -por ejemplo durante el “gasolinazo” de Diciembre del 2010- admitió su error y
tras escuchar la voz de las organizaciones populares anuló el aumento de los
combustibles decretado pocos días antes. Esa infrecuente sensibilidad para oír
la voz del pueblo y responder en consecuencia es lo que explica que Evo haya
conseguido lo que Lula y Dilma no lograron: transformar su mayoría electoral en
hegemonía política, esto es, en capacidad para forjar un nuevo bloque histórico
y construir alianzas cada vez más amplias pero siempre bajo la dirección del
pueblo organizado en los movimientos sociales.
Obviamente que lo anterior
no podría haberse sustentado tan sólo en la habilidad política de Evo o en la
fascinación de un relato que exaltase la epopeya de los pueblos originarios.
Sin un adecuado anclaje en la vida material todo aquello se habría desvanecido
sin dejar rastros. Pero se combinó con
muy significativos logros económicos que le aportaron las condiciones
necesarias para construir la hegemonía política que ayer hizo posible su
arrolladora victoria. El PIB pasó de 9.525 millones de dólares en 2005 a 30.381
en 2013, y el PIB per Cápita saltó de 1.010 a 2.757 dólares entre esos mismos
años. La clave de este crecimiento -¡y de esta distribución!- sin precedentes
en la historia boliviana se encuentra en la nacionalización de los
hidrocarburos. Si en el pasado el reparto de la renta gasífera y petrolera
dejaba en manos de las transnacionales
el 82 % de lo producido mientras que el Estado captaba apenas el 18 % restante,
con Evo esa relación se invirtió y ahora la parte del león queda en manos del
fisco. No sorprende por lo tanto que un país que tenía déficits crónicos en las
cuentas fiscales haya terminado el año 2013 con 14.430 millones de dólares en
reservas internacionales (contra los 1.714 millones que disponía en 2005). Para
calibrar el significado de esta cifra basta decir que las mismas equivalen al
47 % del PIB, de lejos el porcentaje más alto de América Latina. En línea con
todo lo anterior la extrema pobreza bajó del 39 % en el 2005 al 18 % en 2013, y
existe la meta de erradicarla por completo para el año 2025.
Con el resultado de ayer Evo continuará
en el Palacio Quemado hasta el 2020, momento en que su proyecto refundacional
habrá pasado el punto de no retorno. Queda por ver si retiene la mayoría de los
dos tercios en el Congreso, lo que haría
posible aprobar una reforma constitucional que le abriría la posibilidad de una
re-elección indefinida. Ante esto no faltarán quienes pongan el grito en el
cielo acusando al presidente boliviano de dictador o de pretender perpetuarse
en el poder. Voces hipócritas y
falsamente democráticas que jamás manifestaron esa preocupación por los 16 años
de gestión de Helmut Kohl en Alemania, o los 14 del lobista de las
transnacionales españolas, Felipe González. Lo que en Europa es una virtud,
prueba inapelable de previsibilidad o estabilidad política, en el caso de
Bolivia se convierte en un vicio intolerable que desnuda la supuesta esencia
despótica del proyecto del MAS. Nada nuevo: hay una moral para los europeos y
otra para los indios. Así de simple.
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